lunes, 25 de septiembre de 2017

el arte en sus manos. I: Pedro Tramullas






Hace un tiempo empecé casi por casualidad, una pequeña colección de fotos de manos de artistas. En los últimos años he tenido la oportunidad de relacionarme con algunos de los mejores del panorama nacional y, en algún caso, internacional. Personas no solo altamente creativas, que no es poco, sino con la destreza suficiente como para traducir sus ideas a la materia a través de sus manos. Como fotografiar cerebros me es francamente difícil y como mis manos son absolutamente incapaces de crear algo bello por mucho que lo imagine, aquellas otras de artistas, maravillosas y habilidosas, me daban cierta sana envidia y decidí, en una de aquellas visitas, fotografiarlas y escribir, ahí sí que tengo cierta maña, lo que me transmitían.
Hoy, dos años y medio después, tarde, demasiado tarde, comienzo mi colección de impresiones con las manos de un gran hombre que nos acaba de dejar, las de Pedro Tramullas.
Poco más puedo aportar sobre él después de todo lo que se ha dicho en estos tres días desde que nos enteramos de su fallecimiento. Yo solo puedo escribir lo que sentí el día que fui a comer a su casa sus inefables muslos de pato. Sentí magia casi en el mismo instante de traspasar la puerta. Pedro, un hombre mayor de aspecto tan curioso como imponente me empezó a enseñar su taller abarrotado de objetos y esculturas en piedra, madera y metal, y en sus ojos empecé a descubrir un cierto brillo de complicidad que se agrandó después de comer cuando subimos a ver todo el equipo que guardaba de su abuelo. Yo estaba fascinada.
Y no podía parar de mirar sus manos. Esas manos de las cuales habían salido obras tan imponente como la puerta de Aspe, que habían tallado el duro granito y la tosca piedra de Peñaforca, que habían retorcido el hierro hasta sacarle la belleza, belleza que habían conquistado con tantos materiales y técnicas…
Las manos de Tramullas eran fuertes, velludas. Comenzaban en una ancha y poderosa muñeca esculpida por el manejo de la maza y el cincel, y terminaban en unos dedos cortos pero recios, en los que aún se adivinaba la huella de la herramienta, igual que en la palma quedaban las huellas de viejos callos. Sus manos hablaban de fuerza de tesón, de entrega. Era fácil imaginarlas trabajando, materializando lo que aquel cerebro efervescente iba soñando.


Aquellas manos eran como sus ojos. Hablaban de arte, de amor al arte. Y de comunión con todo aquel que también amara el arte. Aquellas manos fueron un torrente de materia transformada. Fueron capaces de buscar el alma de la tosca piedra, piedras duras, piedras blandas, pero piedras, de la madera desde la más humilde hasta la más noble, del frío metal e incluso de la tierra bien cocida. Pero también sorprendía que aquellos gruesos dedos manejaran la delicadeza y la sutilidad de la plumilla con tanta exquisitez.

Las manos de Pedro Tramullas eran unas manos francas, sinceras. Transmitían serenidad y confianza. Eran las manos de un hechicero. Eran pura energía.