martes, 9 de agosto de 2016

viaje al centro de la piedra








La piedra, las piedras. Tan denostadas a veces, siempre tan necesarias. Pasamos del “Menos da una piedra” a la “Piedra filosofal” a través de un abanico de posibilidades en las que la piedra tan pronto es villana como el pilar de la existencia. Nos puede hablar de constancia, “La gota abre la piedra, no por su fuerza sino por su constancia”, como dijo Ovidio, o una enseñanza de Confucio “El hombre que mueve montañas empieza apartando piedrecitas”. Podemos tirarla y esconder la mano, y entonces ser de lo más infame, o tropezar dos veces con ella en una suerte de obcecada insistencia en el camino de la vida. Pero, ¿qué nos cuenta una piedra? ¿Qué se esconde ahí adentro? ¿Qué encontramos cuando viajamos al centro de la piedra? 

Una piedra nos puede contar historias de equilibrios y desequilibrios. Casi como una historia de amor. De cómo unos minerales se encuentran en un magma pasional y se sumergen en un tórrido romance de una armonía química perfecta. De cómo crecen juntos y se acoplan a pesar de las presiones externas, que las hay y muchas. Pero va pasando el tiempo, mucho tiempo, las condiciones, cambian, cambia el entorno, los minerales cambian. O no. Y lo que era un equilibrio perfecto deviene en transformación e inestabilidad. Y mientras ese cuarzo permanece invariable, inamovible, inmutable, apenas unas cicatrices superficiales, cosas de la edad, la nívea ortosa va alterándose paulatina, irremediablemente, hasta no quedar nada del feldespato que un día fue… y se va. Y ya nada es igual. El duro granito transformado en fina arena. Todo eso se puede ver cuando se mira el centro de una piedra. 

Pero las piedras cuentan algo más que una historia de amor mineral. El centro de las piedras cuenta un origen, un proceso, una vida. Una vida larga, muy larga, una longevidad de millones de años, inabarcable para nuestra minúscula existencia. Es un ser vivo. El ser humano apenas es una chispa en el planeta, un destello de egocentrismo que no es capaz de sentir el latir de las piedras, su pulso de cadencia lenta y silenciosa. Pero igual que surge, se apaga esa fugaz centella que es nuestro propio paso por el mundo. Y la piedra seguirá allí, paciente, observando el titilar humano. Ella irá acumulando experiencia, y en cada capa, en cada estrato que aflora en los taludes y barrancos o en las escarpadas cimas, nos hablará de corrientes, vientos y tormentas, de glaciaciones y climas tropicales, de seres fabulosos junto a otros microscópicos, de lánguidas y amplias playas llenas de vida que luego se retiran y dan lugar a desiertos, o selvas, que más tarde se hunden, entierran, pliegan y retuercen, y forman montañas; de viajes alrededor del planeta de una enorme balsa como la de la novela de Saramago… 

Sólo cuando eres capaz de observar el centro de una piedra puedes abrirte a su misterio. Y te das cuenta de tu propia insignificancia, que ahí, en ese centro reside también todo lo que ha hecho que tú seas tú. Nos habla del estallido del centro del Universo, de esa aglomeración gravitacional de polvo cósmico en la que un buen día un aminoácido se juntó con otro hasta dar las primeras formas de vida, las primeras células, las primeras plantas y animales, que luego evolucionaron y salieron del mar, aprendieron a vivir del aire y anduvieron por tierra firme, hasta hoy. Hasta ti. Nos habla del planeta que ha llegado hasta nosotros y sobre todo, y más importante, que deber seguir aquí, a pesar de nosotros. Y es nuestra responsabilidad que así sea, como nos enseñó el jefe Seattle “La tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. […] Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra”. Nos dice que no somos más que pequeños aguijones sobre la piel del Globo dotados de una extraordinaria capacidad de destrucción. 

Pero cuando veo el centro de la piedra veo, sobre todo, belleza. Veo texturas, formas y colores que ni el más exquisito expresionista abstracto podría llegar a imaginar. Miro una lámina delgada de roca a través del ocular de mi microscopio y me sumerjo en un caleidoscopio de geometrías diversas, en un vórtice mineral de luces cambiantes que giran en torno al centro de la cruz del retículo. Y juego con esa hermosura. Y diminutos monstruos venidos de mundos distintos me saludan desde otra época saltando hacia mí a través de esas mínimas treinta micras de piedra. 

El centro de la piedra es una verbena de simetrías que bailan alrededor de un eje, ese viejo “kentron” de los geómetras griegos, que lo único que hacían era reproducir la serena disciplina del cristal. Puntos y planos que se repiten indefinidamente, desde la simplicidad monoclínica hasta el barroquismo hexagonal. Siete sistemas cristalinos que concentran la sabiduría del Universo entero. Doscientas treinta maneras de agruparse en el espacio Doscientas treinta maneras de perfección. Traslación y rotación, lo mismo que el planeta entero. De nuevo la piedra es el centro de la Naturaleza. Y la misma disposición que vemos en un cristal lo descubrimos en los pétalos de una flor o en la distribución de las hojas de su tallo. Nada es al azar. Somos fractales de una simetría primigenia. Todo se ordena de acuerdo a ese centro. 

Hay mucho, mucho más de lo que pensamos en el centro de la piedra. Incluso el arte late ahí adentro, como dijo Miguel Ángel “Cada bloque de piedra tiene una estatua en su interior y es la tarea del escultor descubrirla”. Nos ha dado los primeros pigmentos y la materia prima para los edificios más colosales. Y las joyas de todas las culturas se han ornamentado con las más preciosas. Viajar al centro de la piedra es un viaje de amor, belleza, historia y ciencia. Es un ejercicio de humildad. Es viajar al centro de la vida.




Publicado en la revista "Crisis", 
Revista de crítica cultural nº 9, pp 28-29


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