Todas estas reflexiones venían a la cabeza ayer, ordenando el trastero, al tirar la silla en la que había paseado a mis dos hijos. Ellos han crecido, son unas personitas camino de su independencia. Pero esa vieja silla de cuadros que seguía ofreciendo cierta resistencia a ser plegada por el lado izquierdo, estaba cargada de historias e ilusiones, de pequeñas sonrisas, de agobios maternos, de vida. Y con ella me despedí de una parte de la mía. También mi hijo mayor, ese hombre en ciernes, acaba de experimentar su propia despedida. Pasa al instituto, se despide de la primera etapa de su vida, de su colegio y su manera de vivir hasta ahora.
La vida está llena de despedidas. Las hay esperadas, deseadas, obligadas, programadas, asumidas, sobrevenidas, arrasadoras. Incluso las hay negadas. Querer despedirse y no poder, que no te dejen. No saber cómo despedirte, cuándo, dónde, de qué manera. Es lo que nos ha pasado ahora con Vicente. No se tenía que haber ido pero se fue, sin despedirse, sin despedida, Y nos quedamos aquí todos mirándonos los unos a los otros buscando consuelo, buscando palabras, con un adiós ahogado en un grito mudo en el fondo de nuestras gargantas porque no teníamos donde lanzarlo. Y al dolor de la partida temprana e inesperada se unió el de la despedida silenciada, sin entender nada, ni por qué se fue, ni por qué no le pudimos decir adiós.
Yo ahora lo tengo más claro. No sé cuando será, os aseguro que no tengo prisa, pero ya no confío en nada. Es todo tan incierto. Pero ahora sé –y os lo quiero dejar aquí claro y público, para que no quede lugar a dudas- lo que quiero que sea después de que me vaya. Quiero que, si es posible, alguien pueda vivir con los órganos que yo ya no necesite. No quiero rezos, no quiero misas, ya me conocéis. Pero también sé ahora que necesitaréis decir adiós. Decidlo, lanzad vuestras palabras al aire. Quisiera también que me despidierais con esta obra, “Salut d’amour” de Edward Elgar. Era una de nuestras piezas favoritas: