domingo, 26 de junio de 2011

despedidas




La vida está llena de despedidas. Nacer es despedirse. Despedirse del útero materno, el lugar más confortable y seguro del mundo, al que ya no podremos volver por mucho que nos empeñemos. Y nacemos llorando, tal vez por esa pérdida, por nuestra primera despedida. Vivir es una serie de despedidas. Despedimos porque estamos vivos.

Todas estas reflexiones venían a la cabeza ayer, ordenando el trastero, al tirar la silla en la que había paseado a mis dos hijos. Ellos han crecido, son unas personitas camino de su independencia. Pero esa vieja silla de cuadros que seguía ofreciendo cierta resistencia a ser plegada por el lado izquierdo, estaba cargada de historias e ilusiones, de pequeñas sonrisas, de agobios maternos, de vida. Y con ella me despedí de una parte de la mía. También mi hijo mayor, ese hombre en ciernes, acaba de experimentar su propia despedida. Pasa al instituto, se despide de la primera etapa de su vida, de su colegio y su manera de vivir hasta ahora.

La vida está llena de despedidas. Las hay esperadas, deseadas, obligadas, programadas, asumidas, sobrevenidas, arrasadoras. Incluso las hay negadas. Querer despedirse y no poder, que no te dejen. No saber cómo despedirte, cuándo, dónde, de qué manera. Es lo que nos ha pasado ahora con Vicente. No se tenía que haber ido pero se fue, sin despedirse, sin despedida, Y nos quedamos aquí todos mirándonos los unos a los otros buscando consuelo, buscando palabras, con un adiós ahogado en un grito mudo en el fondo de nuestras gargantas porque no teníamos donde lanzarlo. Y al dolor de la partida temprana e inesperada se unió el de la despedida silenciada, sin entender nada, ni por qué se fue, ni por qué no le pudimos decir adiós.

Yo ahora lo tengo más claro. No sé cuando será, os aseguro que no tengo prisa, pero ya no confío en nada. Es todo tan incierto. Pero ahora sé –y os lo quiero dejar aquí claro y público, para que no quede lugar a dudas- lo que quiero que sea después de que me vaya. Quiero que, si es posible, alguien pueda vivir con los órganos que yo ya no necesite. No quiero rezos, no quiero misas, ya me conocéis. Pero también sé ahora que necesitaréis decir adiós. Decidlo, lanzad vuestras palabras al aire. Quisiera también que me despidierais con esta obra, “Salut d’amour” de Edward Elgar. Era una de nuestras piezas favoritas:



Y después quemadme, sí, no quiero ser archivada en ningún nicho para que cualquier paseante doliente lea mi nombre de refilón en busca de una fecha. Quemadme y lanzad mis cenizas junto al último paisaje que él vio, en la carretera de Lorenzana a La Robla, en el cruce de Valsemana, junto al puente del ferrocarril. Ese tren literario que nos unió y que será también nuestra última estación.



Luego, iros al Húmedo de tapas hasta que no podáis más.



martes, 7 de junio de 2011

se fue Violeta






Regalo a Vicente de mis hijos (y algo de mí)

El reloj de mi móvil marcaba las 13:02 cuando comenzaron a sonar los primeros acordes de “Libre te quiero”: Era Vicente y, como cada vez que salía con su veterana bici, me llamaba para decirme dónde estaba y describirme los paisajes y los sonidos. Nadie como él. El domingo me comentaba que estaba en compañía de un viejo mastín de ladrido largo y profundo, “guaauf, guaauf” imitaba. Y nos reíamos. En aquel momento comenzó a explicarme dónde estaba, pero sólo alcanzó a nombrar la carretera a La Robla. Creo que llegó a decir “espera” y a continuación comencé a escuchar unos sonidos guturales y rítmicos similares a un gruñido. Como él era así, supuse que le había acercado el aparato a su espontáneo acompañante; a veces hacía eso y lo mismo me traía el rumor del río que me regalaba los colores del martín pescador o una sinfonía completa interpretada por el más exquisito coro de pájaros.

Pero aquello ya duraba demasiado, yo le llamaba y no me hacía caso. De repente oí unas voces desconocidas: “Caballero, ¿se encuentra bien?” “¡Está morado!”. No, morado, no. Violeta. Vicente se fue violeta como la luz que amaba, como las letras que de vez en cuando le llegaban. Violeta como los ocasos más dulces. Dicen quienes lo vieron que aún sonreía. A mí me cuesta creerlo porque oí aquel sonido. Pero quiero pensar que sí, que Vicente se fue amando. Haciendo lo que más quería, en la naturaleza, con su bici y comunicando. Sí, Vicente se murió viviendo. Feliz.




Quedaros con el estribillo